Vuelvo al comienzo. O al menos así lo percibo. Qué sensación más subyugante. Algo me presiona la boca del estómago y consigue que las piececillas que articulan mi cuello se agolpen unas contra otras, provocándome un estado de crispación incesante y aparentemente imperceptible, para alguien que me observara, pero que maneja mi modo de relacionarme. Me convierte en un ser anticipado e imprevisible.
Hoy, a pesar de mi trémulo estado , me he aventurado a salir a la calle. Necesitaba reponer las existencias: Todas; las de comida, las sustancias y la emocionales. Sobre todo éstas. Últimamente no veo casi a nadie, ni siquiera a la persona que atiende mi casa de cuando en cuando y se brinda maternalmente a traerme guisos calientes, que templan mis extremidades y aplacan mi ansiedad (Nunca sé si va a venir o qué día de la semana lo hará, pero siempre procuro evitarla, ya que desde su afición altruista, implora que me cuide y me relacione: “Un muchacho como tú, sin una mujer al lado, es carne de complicaciones”, me alecciona.)
Habitualmente, al introducirme en el curso real de la vida, la primera impresión que me asalta es la de ser observado; la vergüenza acapara mis determinaciones. Supongo que la inquietud sostenida que me acompaña, espanta a los que se dirigen a mí, y por eso, de antemano, doy por echo que los encuentros con otras personas van a suscitar en éstas, una impresión de mí completamente diferente a lo que pretendo aparentar.
Esta ilusoria certeza consigue que el contacto con cualquiera sea más bien un encontronazo; que en lugar de frases coherentes, profiera balbuceos apresurados y difícilmente descifrables. Cosa que me ruboriza, y acabo por desistir. Me doy la vuelta repentinamente, disculpándome por mi falta, y busco otro sitio más apropiado, más reservado; donde pueda con suerte hacerme entender.
Al cabo de un rato, casi siempre, me tranquilizo; lo que intento aparentar cobra autenticidad. Me transformo en lo que probablemente soy: alguien accesible y simpático; un curioso con ganas de aprender.
Sin embargo hoy, como decía, veo el principio. He retrocedido hasta el origen; la raíz del absurdo y la paradoja. Aquel lugar de donde partí ayer mismo, en una fecha olvidada de mi pasado. Y estoy agotado de intentar destilarme, de inmiscuirme en la construcción de mi personalidad, cuando eso debería ser potestad de algún dios progenitor. Cansado de luchar contra las contradicciones alternantes de mi ego: Hoy superhombre, mañana un cobarde, luego la calma y la reconciliación; pero siempre fugaces.
En días así, ella convulsiona y aporrea las paredes internas del Yo. Ante el eco sordo de sus golpes me confundo; me da por huir. Escapar de esa personificación de la conciencia que escruta mis actos, mis anhelos y mis miedos. Que se dirige a mí con una disposición tajante pero cálida, con un porte tan soberbio que desinfla cualquier conato de presunción por mi parte.
Y, actualmente, el estado precario de mis convicciones, se confabula con el delirio de renegar de mi condición de persona normal. Razón primordial y suficiente para que ella intensifique su celo.
La vuelta a casa se convierte en una precipitada pero contenida carrera. No soy capaz de dirigirme a nadie ni de dirigir mis pasos; pero tengo la necesidad de llenarme de luz y de aire; de horizontes, y del misterio sugestivo del resplandor del Oeste. Por eso decido detenerme, y mientras me cobijo entre unos árboles para anestesiarme con lo último que me queda de las sustancias, aspiro paz. Bocanadas de ensueños donde retomo las metas marcadas. Me tomo un tiempo para escuchar lo que me rodea y para apartar el eco de las llamadas de ella. Mi voz más profunda.
«Descansa ahora genio mío, que no es tarde todavía para conversar. La noche es larga y la espero llena de actividad. Luego hablamos; ahora prefiero contemplar…»
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