Qué estado más reconfortante. Me llena por dentro y me arropa por fuera. El suelo se ajusta blandamente a mis esquinas, y un torrente cálido me recorre el cuerpo desde los dedos de los pies hasta la nuca. En la cara, una leve brisa mantiene mi frente despejada, mientras la mirada, como si atravesara el presente, alcanza a desvelar todo lo que mi corazón busca.
Las copas de los árboles, perfiladas por la luz del anochecer, parecen la fronda de sitios lejanos donde un espíritu valeroso halla su hogar. Un personaje suscitado por asociación o nostalgia de las impresiones que de niño marcaron en mi memoria los libros de aventuras, con el que siempre me he identificado, y que representa el conjunto de todas mis impaciencias. La encarnación de aquello que por falta de honestidad, de valor o de empuje no he logrado alcanzar.
Ahora, sin embargo, transportado por el utópico humo que aspiro, me infiltro en el ser imaginario que mora esos lugares de mi memoria aventurera: Hago lo que él hace, vivo lo que él viviría. Padezco sus dolores y lucho por las mismas metas. Me convierto en su sombra, que es la mía porque él soy yo, mientras dura el trance.
Por estos viajes busco estar solo. No quiero que nada interfiera o haga añicos la representación: Mientras interpreto el papel soy feliz. Me embarco en una aventura de victoria asegurada y no me conviene que se malogre; preciso sus amables efectos. Pero la búsqueda de la aislamiento es, también, por un sentido estético. El itinerario trazado por las formalidades sociales me detiene ineludiblemente; como a la mayoría, me influyen los preceptos morales establecidos, y no me gusta que mi apariencia desenfocada resalte entre la gente.
Por eso me escondo. No consigo la naturalidad deseada. Esa prestancia de ánimo que muestran algunas personas, aun a costa de ser rechazados públicamente, a pesar de que sus modos son simétricamente opuestos a los usos más comunes. En mi caso, cuando viajo, embriagado por el humo que me lleva, es cuando actúo con seguridad. En sitios recónditos y bellos por donde no transita la muchedumbre.
Es en esos recoletos donde trasmuto, y apuro hasta los más insignificantes detalles de una vida inventada para depurar mis carencias. ¡Qué real es mientras dura el encantamiento! ¡Y que fuerzas surgen en mi espíritu con la promesa de una redención segura!
En ocasiones, cuando el ambiente es apropiado y no hay amenazas ni presencias incómodas, deambulo por el lugar absorbiendo la belleza que se despliega en torno a mí; mistificada por los efectos de las sustancias. Veredas sinuosas dibujadas entre la maleza, algún arroyo que refresca las plantas y la atmosfera configurada con claros y oscuros. Un simple manto de hojas entre árboles centenarios que dejan a penas vislumbrar el horizonte encendido por la luz del sol. El mismo sol que se fuga al otro lado del Oeste y que evoca otras realidades, otras vivencias. Lugares en los que el héroe de mi fantasía se desenvuelve con soltura, con el placer que proporcionan las misiones arriesgadas de final feliz.
Allí clavo la mirada perdida, sentado mientras sueño en un hueco entre las hojas, apoyado en un tronco para tomar aire , capto lo que me rodea y observo todo lo que la imaginación proyecta. Y pasan las horas como los vendavales: Asolando, arrastrando el polvo y arrumbándolo en los recodos. Despejando el centro del camino por donde me dirijo, sin saberlo, dando tumbos, hacia mi casa. Con la experiencia vivida en un espejismo tan real como la existencia misma.
Tan de verdad como cualquier vida monótona, elegida o no, que sobrelleve cualquiera que pudiera juzgar mi proceder con displicencia.
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